Crónica | La gira nacional que le descubrió España a cuatro zopencos

Relato de la experiencia vivida por The Clods Band en Zaragoza, en la antigua bóveda de un inquisidor que hoy acoge cultura.



[Azul Escolar] @ecosdelvinilo

Nueve de la mañana en Alpedrete, pueblo de la sierra de Madrid en la que viven tres cuartos de The Clods Band (traducido literalmente como «La Banda de Zopencos”). Olor a café, siete llamadas perdidas a la bajista, siete grados en el camino hacia el centro de alquiler donde espera nuestra furgoneta. 

Diez y media de la mañana, todos los músculos agarrotados de cargar una batería, un bajo, dos pedaleras, micrófonos, cables, cuatro mochilas con dos cambios y bocadillos, uno sin carne y uno sin huevo.

Arrancábamos la vito a las 11, nueve plazas para estirar las piernas, bluetooth para no depender de los altibajos de la radio, más de cuatro posavasos y olor a coche nuevo. Ya no hacía frío, ya no había nervios, salíamos hacia Moncloa donde esperaba tomando un café y galletas nuestro representante Daniel Pachecho.

La primera parada era Zaragoza, con su inmensa catedral y cultura musical, que nos acogía como si de nuestras abuelas dependiese la dirección de La Bóveda, antigua casa de un inquisidor según nos habían contado, con esa lugubridad mal disimulada por los focos y las decoraciones de un colectivo mejicano. 

Lloviznaba al respirar el aire de Zaragoza y pisar por primera vez sus aceras, donde conversamos alegremente con sus gentes esperando turno para el parkímetro de la zona azul. Y minutos después en el bar solo frecuentado por hombres, donde la luz del baño no era automática para que el dueño pudiese gritar: «¡La luz!«, y romper a reír con sus clientes habituales cada vez que alguien de fuera entraba al servicio. Y como clientes habituales que nunca seríamos, rompíamos a reírnos de nosotros mismos con ellos.

Tras una breve visita a la habitación en la que nos hospedábamos gratuitamente, que nos acogía con calor hogareño y mantas de esas que pican un poco pero calientan como el agosto, bajamos las escaleras de piedra antigua, nos asomamos al abismo tras unos barrotes, que podía conducir a innumerables pasadizos subterráneos. Giramos a la izquierda y caímos en Los Niños de la Isla, de Bosco, banda sideral dueña de la psicodelia, los efectos y de todos nuestros suspiros durante sesenta minutos. 

La enorme sala de techo de bóveda estaba llena de huecos, habitáculos cargados de equipo, luces, sofás, sillas, barriles destartalados… «Deje a voluntad lo que crea conveniente para los músicos» rezaba un cartel sobre una pequeña caja, que sumaría nuestros ingresos económicos al final de la noche.

La sala había estado vacía hasta algunos minutos después de que empezase la actuación de Bosco, y el eco que ensordecía era poco a poco silenciado por sus seguidores, que entre ropas anchas, pies descalzos, pelos largos y salvajes y maquillaje brillante, danzaban con movimientos silenciosos y fluidos llenando el espacio.

Nos llegó el turno de tocar y entre equipo y cableado arrancamos sin prueba de sonido. The Bloom rompía el silencio, los mágicos efectos sonoros de nuestra canción menos rockera levantaban miradas y cejas en la primera fila. Sin aviso a mitad del tema: Distorsión. Nuestras voces aún no niveladas retumbaban por todo el edificio.

Una vez hechas las presentaciones, una vez ajustados los volúmenes, una vez arrancado el concierto: Bailes, risas, errores, cervezas espumosas y gratuitas para los músicos, saltos, distorsiones, berridos y armonías…

El concierto acababa con un éxito rotundo y Naiara se acercaba para apretarnos las manos y contarnos su tarde, en la que había dedicado horas a escucharnos en Spotify. Era la primera vez que alguien nos decía algo así. 

Nos quedamos solos en la sala, cinco personas y seis cervezas; los dueños se fiaban de nosotros. 

Pudimos compartir nuestra euforia en una de esas veladas mágicas de la gira, justo antes de irnos a dormir cuando Lucas nos miró y dijo: «Venga, chicos, que en seis horas salimos hacia Barcelona«. 


Foto: Dani Pach





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