Cruce de Caminos | Appetite for Destruction

“Paradise City, el lugar donde todos queríamos vivir y experimentar lo inimaginable”



[Ricardo Portmán] @ecosdelvinilo

Los ochentas hoy lucen luminosos, divertidos y rítmicos, pero en su momento, viviendo en ellos, realmente no era la gran cosa –la edad me ha hecho valorar con más generosidad el pasado-. Mientras el pop bailable mandaba, el rock acartonado de entonces me dejaba indiferente, me daba literalmente unos ataques de sueño infinitos. Con once años lo únicos que necesitaba era unos nuevos héroes, un sonido rock poderoso deudor del pasado pero con la furia de ese presente. Una tarde de 1987, en casa de mi abuela, yo veía en la TV una vieja película mexicana -Escuela de Vagabundos, con Pedro Infante- cuando en la pausa publicitaria empezó un comercial promocionando el nuevo disco d una banda emergente. Mi última capa de niño-viejuno cayó en trozos cuando un riff luminoso me cambió la vida. Se presentaba un disco que no entendí el título y la banda tenía un nombre largo que nunca había escuchado. Duraría unos treinta segundos el comercial pero bastó para acelerarme el corazón y dedicarme el resto de la tarde y noche a escudriñar la televisión, en búsqueda de ese comercial. Era Guns N’ Roses y lo que se veía y escuchaba era parte del vídeo de Sweet Child’O Mine. El sello Sonográfica lo comercializaba en la Caracas de entonces y mi siguiendo petición a mis mayores era muy enfática: Necesito ese disco, que no se como se llama, el de las calaveras.

Pocas semanas más tarde llegó a mis manos el codiciado Appetite for Destruction. El ritual de abrir el elepé incluía digerir el inserta con las letras, incluso antes de escucharlo. Un poco ilegible, con un collage de fotos en blanco y negro, era de poca ayuda; mejor era la contraportada con la banda al completo. La aguja sobre el primer surco y a respirar hondo.

Welcome To The Jungle, asombrosa, visceral, con unas guitarras asesinas y ese cantante tan distinto a todo lo que había escuchado hasta entonces. Para mi Axl Rose se convertiría –durante un tiempo– en el frontman perfecto. It’s So Easy era punk rock demoledor, una amenaza a las buenas costumbres -este tema me inició literalmente en la rebeldía pre/teenager-. Nightrain fue durante mucho tiempo el tema del Appetite que más me impresionaba en el apartado de los solos, punzantes, con Slash e Izzy intercambiando fraseos a lo waveguitar de Richards/Taylor. Out Ta Get Me tardaría algo más en calarme pero la siguiente, Mr. Brownstone, me volaba los circuitos –yo no tenía ni idea de que se trataba sobre drogas duras– con esa conjunción de riffs y percusión en segundo plano.

Paradise City. ¡Oh! Paradise City, el lugar donde todos queríamos vivir y experimentar lo inimaginable. Era la canción que en medio de fantasías le cantabas a la chica que te gustaba desde un escenario. Su poderío era el manifiesto de masculinidad emergente que todos los chiquillos de entonces seguimos al pie de la letras -ya eres un hombre, vive en la ciudad paraíso donde el pasto es verde y las chicas guapas-. ¿Qué más puedes pedirle a la vida a esa edad? Aquí terminaba la cara A del vinilo. Un trago de Cola Cao, que esto prometía un segundo round.

Cara dos, inicia My Michelle. Una prometedora entrada que estalla en un arreglo de guitarra efectivo, poniendo el marco para un relato que iba de la historia de una prostituta de Los Angeles –emocionante, ¿no?-. Think About You era la única canción que por alguna razón siempre saltaba, nunca la escuchaba completa, lo cual es una lástima porque con el tiempo aprendí a valorarla en su justa medida. Luego el gran single, la recurrente, sublime e inefable Sweet Child’O Mine, power-ballad donde las hayan, melódica e ingeniosa, ideal para allanar el terreno para los primeros y torpes besos –sí, funcionaba a la perfección para ello-.

You’re Crazy no me gustaba y no me gusta en esta versión eléctrica –siempre era preferible la maravillosa versión acústica incluida en el disc Lies– y Anything Goes, por el contrario, me encantaba –hoy ya no, es claramente un tema de relleno con poca fibra-. El cierre con Rockett Queen me sigue emocionando como el primer día, porque más allá de los valores musicales y de interpretación de la canción, Rockett Queen contenía una emoción latente –especialmente en su parte final– que la hacía irresistible.

Se levantaba el brazo del pick-up con la temperatura en niveles de fisión. Appetite For Destruction no era ni remotamente un disco de concepto, ni siquiera de virtuosismos extremos –afortunadamente no tenía nada que ver con el anacronismo de Steve Vai o Yngwie Malmsteen-; este era un álbum de los de antes, de canciones poderosas en su individualidad, de letras profanas y una marejada de decibelios   explotados con lógica y apego por el espíritu de los clásicos. Aunque parecen estar en las antípodas, Appetite es –en cuanto a vibración y alma– muy Stone, muy Faces y muy Aerosmith. 









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