Keith Richards: larga vida al rey

Nuestro maldito favorito cumple 69 años

Tal día como hoy cumple 69 años esa leyenda andante llamada Keith Richards (Darfort, Inglaterra 1943). He aquí un extracto de sus grandiosas memorias, Vida (editorial Global Rhythm). Pleased to meet you, Mr. Keef.
Capítulo 1
En el que me detienen unos policías de Arkansas durante la gira norteamericana de 1975 y se llega a un punto muerto.
¿Por qué paramos a almorzar en el restaurante 4-Dice de Fordyce, Arkansas, durante el fin de semana del Día de la Independencia? (…)todos los polis querían pillarnos a cualquier precio, ascender en el escalafón y cumplir con el deber patriótico de librar a la nación de aquellos mariquitas ingleses. Era 1975, corrían tiempos de brutalidad y discordia. La veda de los Stones se había levantado a raíz de nuestra gira anterior, la de 1972,(…) Pero allí estábamos, conduciendo por carreteras secundarias en un flamante Chevrolet Impala amarillo. Seguramente no había en todo Estados Unidos un lugar más absurdo para pararse con un coche cargado de droga: una comunidad sureña de palurdos conservadores no precisamente encantados de recibir a unos forasteros de aspecto raro.
Me acompañaban Ronnie Wood, Freddie Sessler (todo un personaje, un buen amigo y casi un padre para mí cuyo nombre aparecerá repetidas veces a lo largo de esta historia) y Jim Callaghan, nuestro jefe de seguridad durante años. Recorríamos los más de 600 kilómetros que hay entre Memphis y Dallas, donde teníamos un bolo al día siguiente en el estadio de fútbol americano, el Cotton Bowl.
(…)
Así que fuimos por carretera y Ronnie y yo hicimos algo particularmente estúpido: nos detuvimos en el 4-Dice, nos sentamos, pedimos, nos levantamos y nos fuimos al baño. Ya se sabe, un tonificante, just start me up, y agarramos un buen colocón. Como no nos atraía demasiado ni la clientela ni la comida, nos quedamos por los servicios echando unas risas. Debimos de estar allí unos cuarenta minutos, y eso no se hace en un sitio así, no por aquel entonces. Fue lo que caldeó el ambiente y empeoró las cosas. Total, que los camareros llamaron a la poli. Al salir encontramos un coche negro aparcado en la puerta (sin matrícula) y justo cuando nos marchábamos (apenas habíamos avanzado veinte metros) empezaron las sirenas y las lucecitas, y allí estaban ellos con sus pistolas en nuestras jetas.
Yo llevaba una gorra vaquera con varios bolsillos llenos de droga. Todo estaba lleno de drogas, hasta las puertas del coche: bastaba con desencajar los paneles para hallar bolsas de plástico con coca, hierba, peyote y mescalina. ¡Dios! ¿Cómo íbamos a salir de aquélla?
(…)
Saludo a la policía quitándome la gorra con un delicado floreo que aprovecho para tirar las pastillas y el hachís entre los arbustos: «Buenos días, agente (floreo). ¡Ay, vaya por Dios!, ¿hemos contravenido alguna ordenanza municipal? Le ruego me disculpe… Soy inglés… ¿Iba conduciendo por el otro lado de la carretera?». Con eso ya los dejas pensando y, mientras tanto, te has deshecho de la mierda que llevas encima…
Fue un final típico de los Stones. A las autoridades siempre se les planteaba un complicado dilema cuando nos detenían: ¿quieres encerrarlos o hacerte una foto con ellos y ponerles escolta cuando se vayan? Podían ganar votos haciendo tanto lo uno como lo otro. En Fordyce acabamos con la escolta por los pelos: había tal muchedumbre que la policía tuvo que acompañarnos a eso de las dos de la madrugada hasta el aeropuerto, donde esperaba nuestro avión bien surtido de Jack Daniel’s y con los motores en marcha.
Durante las primeras giras hacíamos muchísimos kilómetros y los bares de carretera eran siempre una interesante aventura. Más te valía mentalizarte, y además de verdad. Métete en un local de camioneros del Sur o de Texas en 1964 o 65 o 66 y verás. Resultaba más peligroso que cualquier sitio en una ciudad: entrabas, veías a aquellos chicarrones y lentamente advertías que no ibas a disfrutar de una apacible comida en­tre camioneros con el pelo cortado a cepillo y temibles tatuajes. Así que picoteabas algo hecho un manojo de nervios: «¡Ay!, mejor me lo pone para llevar, gracias». Nos llamaban nenas porque llevábamos el pelo largo: «¿Qué tal, nenas? ¿Bailáis?».
(…)
Pero si querías aprender algo de verdad bastaba con atravesar las vías del tren: los músicos negros nos cuidaban muy bien cuando tocábamos con ellos: «¿Quieres echar un polvo esta noche? Ésa estaría encantada. Seguro que no ha visto en su vida a un tipo como tú». Te ofrecían su hospitalidad, su comida y su jodienda. La parte blanca de la ciudad estaba muerta, pero al otro lado de las vías había una marcha increíble: si conocías a algún colega, todo iba sobre ruedas. Se aprendía mucho.
A veces hacíamos dos o tres actuaciones en un día, cosas cortas, como de veinte minutos o media hora. Se trataba de que hubiera tráfico porque eran conciertos de exhibición, música negra, aficionados o blancos de por allí, lo que fuese, y cuando te adentrabas en el Sur era interminable. Íbamos dejando atrás pueblos y estados, lo llaman «fiebre de la línea blanca»: si vas despierto, te quedas embobado mirando las líneas centrales de la carretera, y de vez en cuando alguien suelta un «tengo que cagar» o «me muero de hambre», y es entonces cuando acabas en un local al borde de la carretera, estoy hablando de carreteras secundarias de las Carolinas o Misisipi, ese rollo. Salías del coche meándote y veías el letrero de «caballeros», pero un tipo negro que estaba allí plantado te decía «sólo negros», y tú pensabas «¡me están discriminando!». Pasábamos por aquellos garitos de los que salía una música increíble y mucho vapor por las ventanas:

—¡Eh, vamos a entrar aquí!
—Igual es peligroso.
—¡Venga ya! ¿Pero tú oyes esa música?

Y dentro te encontrabas con un grupo tocando, un trío, unos cuantos negrazos y unas tías bailando con billetes sujetos en sus tangas. En cuanto entrábamos se hacía un gélido silencio porque éramos los primeros blancos que veían allí, pero sabían que la energía era demasiado potente para que la alterase un puñado de tíos blancos, sobre todo si no tenían pinta de ser de por allí. Así que a ellos les picaba la curiosidad y nosotros acabábamos como en casa. Lo malo era que luego había que volver a la carretera («¡joder, podría haberme quedado aquí días enteros!»). Tenías que largarte, y unas encantadoras señoritas negras te apretujaban entre sus inmensas tetas para despedirse. Cuando salías a la calle estabas empapado en sudor y envuelto en una nube de perfume. Nos metíamos en el coche y arrancábamos con nuestro delicioso olor y la música desvaneciéndose en la distancia.
Para algunos de nosotros era como si te hubieras muerto y hubieses ido al cielo, porque un año antes andábamos tocando por los clubes de Londres (y no nos iba mal), pero al cabo de doce meses estábamos en un lugar que antes nos parecía inalcanzable: estábamos en Misisipi. Llevábamos bastante tiempo tocando aquella música, pero siempre con mucho respeto, y ahora en cambio la olfateábamos de cerca. Quieres tocar blues y al minuto siguiente resulta que estás tocando blues con los que saben y ¡joder, tienes a Muddy Waters justo a tu derecha! Pasa tan rápido que casi no te da ni tiempo a asimilar las sen­saciones. Te das cuenta luego, cuando vuelven las imágenes, porque en el momento es demasiado. Una cosa es tocar un tema de Muddy Waters y otra muy distinta tocarlo con él.